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La memoria de facto y la verdad histórica


El hombre es un ser que recuerda, un ser que signa y resignifica constantemente, un espécimen que interpreta su mundo e imagina muchos otros, siempre posibles, siempre cambiantes; en ese proceso de construcción constante del pasado, la historia invariablemente varía entre las generaciones y entre las posiciones frente a él, por eso la memoria del pasado y la construcción de la historia no son verdades hieráticas, son apenas nociones constantemente cambiantes, plásticas y arbitrarias, y además, como nos dice Ricœur en La memoria, la historia, el olvido, la memoria se construye a partir de fragmentos, y así el pasado siempre está lleno de olvidos que se acumulan como los huecos en un queso añejo, ya sea por un impedimento provisional o por una suerte de eventualidad que debe de ser superada, es decir, algunos de esos olvidos son irrecuperables y otros dejan huellas difusas a la espera de ser recobrados.


Dentro de un Estado, los gobernantes tienen de forma inherente, y a veces involuntaria, la labor de construir constantemente la memoria de su pasado y de sus propios actos, por lo que es esperable que elija olvidar lo que le perpetuaría en un mal recuerdo y así, no podemos esperar que la construcción de las verdades históricas oficiales elija los fragmentos que signen al gobernante como opresor, inepto, incapaz o francamente estúpido; por ello el Estado olvida, y olvida selectivamente, de formas que serán siempre injustas y siempre fallidas, es su labor. A esta suerte de canon histórico le podemos llamar memoria de iure, por ser la oficial, la válida, la legal; en contraste con la construcción multívoca del pasado que se hace desde la sociedad, a la que podemos llamar, memoria de facto, por ser la que se construye de hecho entre el resto del pueblo.


En México es incluso parte de nuestro origen, y no me refiero al intento español de borrar de tajo las religiosidades propias de las regiones que conquistaba, o de los muchos genocidios que se han vivido a lo largo de los siglos, el origen de nuestramemoria de iure que olvida selectivamente, nos lleva a recapitular sobre los actos de quien fue cihuacoátl de varios tlatoanis mexicas, Tlacaelel, quien mandó destruir los códices antiguos y con ello rehacer la historia, por lo que el mito de origen que se construyó tras esa negación de todos los pasados, propios y ajenos, convertía a los mexicas en el pueblo elegido para gobernar en el centro del mundo, que es el mito que hoy conocemos gracias al Códice Boturini y que construye la iconografía de nuestro escudo nacional; por lo tanto, desde el origen, nuestra construcción simbólica está cimentada en el olvido de nuestro pasado.


Y por todo esto no nos debe de sorprender que la violencia de estado sea siempre negada en la construcción de la memoria de iure, que desde el Estado las verdades históricas que se construyen olviden de forma intencional sus actos represivos o violentos: como se olvidó la mañana del 3 de octubre de 1968 lo ocurrido la noche anterior en la Plaza de las Tres Culturas, como se han olvidado las muertes de Lucio Cabañas y de Genaro Vázquez, como se olvidó la masacre del jueves de Corpus en 1971, como se le han olvidado al Estado los cerca de dos mil desaparecidos (y muchos más torturados) durante la Guerra Sucia, a quienes sus familias siguen extrañando después de más de cuatro décadas, y como ha elegido negar la violencia y las muertes que se han sufrido en los últimos años en Aguas Blancas, en Ciudad Juárez, en Atenco, en Acteal, en San Fernando, durante las protestas en contra de la imposición primero de Calderón y después de Peña Nieto, en Michoacán, en Guerrero, y como se pretende olvidar ahora a los desparecidos estudiantes de la Escuela Normal Rural “Isidro Burgos” en la comunidad de Ayotzinapa, en el municipio de Iguala en Guerrero.


Pero la construcción de la memoria no es tan automática, el Estado, como una estrategia de construcción de legitimidad, debe permitir la disidencia hasta cierto grado y también permitir que haya cierta memoria negativa sobre él, y por ello auspicia la construcción de mitos. En México el ejemplo es el movimiento del 68, pues recordemos que incluso es el propio Echeverría quien permite la publicación de su obra a Elena Poniatowska, lo que inicia un proceso de mitificación de esos hechos de forma fragmentaria y a partir de allí, la construcción de herramientas de perpetuación de esa memoria, como son obras literarias y de teatro, películas e investigaciones, todo esto se ha usado incluso para legitimar a los gobiernos posteriores que se expresan en contra de estos actos de gobierno, y además, la mitificación de estos terribles hechos va en detrimento de la perpetuación de la memoria de otros, igualmente reprobables.


Ahora bien, por más que sea inherente el olvido selectivo en la construcción de las verdades históricas que escribe el Estado y por más que las relaciones de poder construyan el cuerpo social y que la violencia por la hegemonía sea inherente a toda relación de poder, como nos ha enseñado Foucault, esto no justifica al Estado, sólo explica el por qué decide negar sus propios actos. Sin embargo, la evaluación de que en México el gobierno sistemáticamente no respeta los Derechos Humanos e incumple su propia Constitución y los tratados internacionales que ha firmado, no debe de ser olvidada en nuestra memoria de facto; y como bien nos lo ha recordado el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la memoria que el estado mexicano está construyendo sobre este hecho lamentable, está llena de olvidos intencionados que construyen una verdad histórica a su modo, pero muy lejos de la verdad jurídica, de la verdad fáctica y de la verdad justa.


Por ello la memoria de facto que construyamos desde la sociedad debe no olvidar y debe no perdonar: porque esos muertos, esos heridos, esos violentados, esos desaparecidos, somos nosotros también; porque alzar la voz debe de ser una opción posible para quien quiere expresarse; porque exigir que la democracia se vuelva efectiva en nuestro país, es algo que debemos tener por cierto y por viable; porque el llanto de tantos padres, de tantas hermanas, de tantos amigos, de tantas maestras, de tantos tíos, de tantas colegas y de tantos enamorados, debe de servir como el riego de una memoria que sólo debe enterrarse para volverse semilla de voces y de espíritus, y que a partir de esa memoria, seamos capaces de transformar nuestra realidad, caminando de la mano hacia un México mejor.


Tomado de:


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